-¿Piensas acaso que eres inmune a todo?. ¿Acaso un niño que llora porque no tiene qué comer no es capaz de conmover tu corazón ni siquiera durante un instante?- Morley exhaló la última bocanada de su cigarro y lo miró fijamente. Delante, enfrentado en silencio lo miraba Kay. Ni siquiera la más que preparada ambientación de aquella enorme habitación oscura y tenue lo intimidaba. Su mirada fría delataba que el silencio que mantenía no era un signo de aceptación, ni siquiera de la más leve sumisión.
Sin desviar aquella silenciosa e intimidatoria mirada, Morley seguía apagando su cigarrillo apretándolo contra la mesa.
- Está bien- se resignó Morley -, lo haremos a tu manera.
Kay se marchó. Caminó deprisa por un pasillo de luces fluorescentes estropeadas que intermitentemente mostraban la salida. Bajó unas viejas y oxidadas escaleras y salió a la calle.
Era una tarde de otoño nublada.
Kay miraba pensativo su vaso de café. Miró el sucio reloj en la pared que había tras la barra. Marcaba un poco más de las tres y cuarto pero sabía que serían casi las siete de la mañana. El monótono ruido de la gente no hacía más que dormirle y el condenado café aun estaba demasiado caliente como para beberlo. Alguien abrió una ventana durante un instante y una helada brisa obligó a Kay a reencontrarse con el frío que ya antes había sentido en la oscura mañana. Acercó el café a sus manos para sentir el calor y dar vida a sus dedos y comenzó de nuevo su lucha por no dormirse. Kay divagaba sobre cómo era posible que tanta gente estuviera allí tan temprano. La gente entraba, tomaban sus cafés y se iban rápido, eran las prisas de aquel que tiene que entrar a trabajar.
Entre el bullicio adormilante Kay oyó una breve conversación. No quiso girar la cabeza pero la voz le resultó vagamente familiar. Entonces decidió girarse lentamente y con la mirada perdida entre la gente cerró los ojos y respiró profundamente. Dice mucha gente que fue más o menos en ese instante cuando se le abrió la mente y supo ver mas allá de todo lo que veía y supo oír más allá de todo lo oía.
A Morley le pareció ver por un segundo a Kay sentado en aquella mesa, pero cuando volvió a mirar ya no había nadie, sólo una vaso de café sin beber y una silla aun caliente. Y dicen que de Kay nunca más se supo nada.
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